jueves, 30 de diciembre de 2010

Adiós a CNN+

Esta semana hemos dicho adiós a CNN+, la cadena privada de información continua más antigua del panorama audiovisual español.

Independientemente de su color político se trataba de un medio riguroso y profesional en sus múltiples formatos (noticiarios, debates o magacines), que ha fomentado un debate plural y respetuoso y en el que han sido una pieza importantes grandes profesionales, como por ejemplo Iñaki Gabilondo o Antonio San José, entre otros.

La implacable y cruel ley del mercado ha hecho que en breve tengamos plenamente operativo en su misma frecuencia el canal Gran Hermano 24 horas. Sobran los comentarios...

Os dejo con su despedida, sobria pero elegante y directa.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

¡No hay que esperar al año nuevo!


Primero fue la tele (¿os acordáis de toda la historia?... ¡y ahora es el portátil!

A diferencia de ella, él es pionero en su función dentro del marco en el que le tocará trabajar, y en el que por seguro triunfará. Acabo de desembalar la caja, he conectado los cables y ya estoy alucinando... Os seguiré informando.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Sobre los correctores de estilo

Acabo de ver en un blog llamado Miserias literarias un interesante post sobre los correctores de estilo... una de las principales actividades que desarrollo en mi vida profesional en el sector de las TIC. A pesar de su extensión y de que está más orientado al sector editorial y literario, no me he podido contener y lo reproduzco aquí en su totalidad, ya que la reflexión que hace es muy interesante.

Correctores de estilo

"Ante la evidente confusión que suele causar entre algunas personas el ejercicio de esta noble y poco reconocida profesión, quizá convendría comenzar matizando lo que un corrector de estilo no es. Un corrector de estilo no es un profesional dedicado a susurrarle al oído al escritor cómo y de qué manera debe redactar sus textos para que estos sean mejores o más hermosos. Tampoco es un profesional que reescribe páginas y páginas tratando de embellecer la prosa empleada por un autor con el fin de mejorar el estilo de sus textos. Aunque haya mucha gente que crea que su labor es esa.

Un corrector de estilo, a diferencia del corrector de pruebas que se encarga de los aspectos tipográficos de un texto —y aunque, en numerosas ocasiones, las dos figuras se reúnan en una sola y única persona—, es un profesional dedicado esencialmente a pulir y limar aquellos aspectos sintácticos y gramaticales que, sin ser errores desde un punto de vista ortográfico, afectan al estilo y que desvirtúan y actúan en detrimento del aspecto formal de la obra: pleonasmos, aliteraciones, fallos de concordancia, ambigüedades, aliteraciones…

Normalmente un profano suele preguntarse por qué un escritor —o alguien que se precie de serlo— debería precisar la ayuda de un corrector de estilo. Por qué alguien al que se le supone versado en lo que hace y dotado de unos dones y cualidades inherentes a su desarrollo profesional requiere de la ayuda de otra persona que pula y revise su trabajo. La respuesta es obvia y sencilla y podría resumirse en un viejo dicho popular: porque «cuatro ojos ven más que dos».

La ayuda de un corrector de estilo resulta imprescindible para llevar a buen término la redacción de un texto puesto que una de las grandes verdades del oficio de escribir podría resumirse en una única sentencia: no hay peor corrector para un texto que su propio autor. Máxime teniendo en cuenta que de una falta ortográfica es más o menos sencillo darse cuenta pero es mucho más complicado hacerse consciente de una incongruencia estilística. Al margen de la mejor o peor calidad literaria del autor, todos solemos recurrir a muletillas y apoyos de los que no siempre somos conscientes, más aún si, durante ese proceso, estamos pendientes de otras cincuenta cuestiones (personajes, tramas, desarrollo, ritmo narrativo…). Expresiones como «subir para arriba», «bajar para abajo» o «gran cochazo» no son incorrectas desde una perspectiva gramatical pero sí deplorables desde un punto de vista estilístico. Y su inadvertido uso, sin ser un pecado mortal, debería ser corregido y enmendado sin ninguna duda.

Por otro lado, el llevar a buen puerto la creación de una obra literaria es, al fin y al cabo, una tarea ardua y extensa pero sobre todo viva. Un trabajo de larga duración que muda y cambia a lo largo del prolongado lapso de tiempo en el que se desarrolla (meses e incluso años). Durante ese proceso, el autor, más preocupado de insuflar vida a sus textos y personajes, suele descuidar algunos parámetros relativos al propio aspecto formal. Y no siempre por desconocimiento o desidia profesional. Un texto literario se altera, se modifica durante su creación. Sobre la marcha se introducen retoques, nuevas tramas y argumentos y las escenas cambian de lugar. Eso provoca que, en ocasiones, queden frases deslavazadas, situaciones aisladas de su contexto original, planteamientos viudos. Uno de los personajes puede ser inicialmente un jardinero y meses después decidimos que sea chofer porque conviene mejor para nuestros fines argumentales. Para ello, revisamos todo y hacemos los cambios pertinentes pero resulta que en una de las páginas hemos pasado por alto que sigue poniendo que es jardinero. Cambiamos de lugar actos y situaciones, líneas temporales. Algo que ocurre antes pasa a suceder después. Y en el proceso nos dejamos algún rastro de lo anteriormente escrito creando situaciones paradójicas o erróneas. Es lo que en el cine se conoce como errores de racord. Y aunque leamos y releamos decenas de veces, pasaremos por encima de muchos de esos errores sin advertirlos por una razón muy sencilla y evidente: nosotros, como autores, no necesitamos leer nuestros textos en su totalidad para entenderlos puesto que nosotros hemos sido sus creadores. Lo conocemos. Sabemos lo que ha pasado, lo que está pasando y lo que pasará. Y esa circunstancia nos conduce, aún sin quererlo, a leer muchas veces entre líneas nuestros propios textos pasando por alto infinidad de matices erróneos.

De evitar todo eso se encarga el corrector de estilo.

A raíz de esta tesitura suelen surgir dos dilemas de compleja resolución. Uno, desde la perspectiva del autor, ¿cómo interpretar las indicaciones de un corrector de estilo? Bien es cierto que al tratarse de una labor que, en stricto senso, no es correctora puesto que lo apuntado en la mayor parte de las ocasiones no son errores sino posibles mejoras, las indicaciones de un corrector de estilo —acertadas en su mayor parte— deben ser tomadas como lo que son: sugerencia de cara a mejorar el estilo de un texto. Si nosotros, como autores de un texto, determinamos que por razones de musicalidad, coherencia o expresividad, la frase, el párrafo o la oración debe mantenerse tal y como la redactamos originalmente, en nosotros debe estar siempre la última palabra. ¡Ojo!, que esa circunstancia no ciegue nuestra vanidad tratando de hacer pasar por «peculiaridades estilísticas» flagrantes errores que no queremos admitir. Para descartar la sugerencia de un corrector de estilo debemos albergar motivos fundados y claros. Como ya he comentado, las sugerencias aportadas por los correctores de estilo son acertadas en su mayor parte.

El otro dilema es más difuso en su planteamiento pero no por ello menos presente en el ámbito real. Muchos autores defienden el erróneo postulado de que el corrector siempre actuará en detrimento de la esencia genuina de su obra y renegarán de su labor pero el impulso que los mueve a rechazar dicha ayuda es de otro cariz. El autor, en su fuero interno, no puede evitar ponerse en el lugar del lector y pensar: ¿Qué confianza pueden merecer los textos de alguien al que se le supone ampliamente dotado y versado en su cometido pero que necesita del apoyo de un profesional en teoría más cualificado que él para esa labor? Es el miedo a esa supuesta «mala prensa», unido a ciertas dosis de soberbia, la causa por la que muchos escritores nieguen y renieguen de las aportaciones de un corrector de estilo. Apreciación completamente errónea en mi modesta opinión. A veces es muy necesaria aplicar una cierta dosis de humildad y reconocer que, al margen de nuestra valía literaria, no somos infalibles y cometemos errores. Y como profesionales forma parte de nuestra obligación entregar al lector, destinatario último de nuestro trabajo, el mejor producto posible."